Cómo salvar el sentido de la vida
Cómo salvar el sentido de la vida
Por Filosofía&Co

Por Julieta Lomelí
¿Qué ocurre en Bridgend?
Un lugar de aroma melancólico, coloreada por tonos grises, y en sus minutos más cálidos por un azul puro que redondea las tardes en agonía es el escenario de una historia incomprensible. Bridgend es el nombre de esta sombría provincia al sur de Gales. Su nombre hace referencia histórica a un antiguo puente de piedra construido alrededor de 1425.
Bridgend es también el pueblo que está «al final del puente» en el río Ogmore, un río gélido que atraviesa el pueblo de principio a fin. El agua embrutecida parece contrastar con la lógica de las casas y la geometría del asfalto. Igualmente, el ajetreo de la vida artificial y del espíritu racional que ordena toda comunidad humana encuentra su final en la exuberancia del bosque y en el salvajismo de la naturaleza cercana, que traza las fronteras con Bridgend.
Y Bridgend es también el nombre de una película localizada en este lugar. Su trama comienza cuando un oficial de policía decide mudarse con su hija adolescente, Sara, a ese paradisíaco pueblo rodeado de belleza natural, pero con un aroma luctuoso que parece habitar el alma de sus habitantes. El oficial ha sido llamado para investigar una serie de suicidios inexplicables cometidos en los últimos meses entre adolescentes. ¿Pero quién se atrevería a llevar a su propia hija a una provincia que se ha hecho visible por semejante leyenda? El oficial confía en la madurez y comunicación que tiene con su hija y, sin temor a nada, se afianza en Bridgend.
Conforme el filme avanza se comprende que no solo es el nicho familiar el responsable y el que permea la conducta de un adolescente, sino también la comunidad y la atmósfera social a la cual, en ocasiones sin mucha consciencia o voluntad, se ve uno obligado a pertenecer.
A veces el instinto de pertenencia es más fuerte que el instinto de supervivencia y Sara está atada a esta voracidad social que la hace ir, a veces casi obligada, contra su sentido común y transgredir el eco de la confianza paterna. Confianza que después, al polarizarse con el miedo, se vuelve una norma rígida: la ley paterna que hay que reventar, la pesada norma del patriarca contra la cual Sara se debe rebelar.
La trama de Bridgend comienza cuando un oficial de policía decide mudarse con su hija adolescente. Él tiene que investigar una serie de suicidios inexplicables cometidos por adolescentes
El oficial de policía va perdiendo el control sobre su hija, mientras ella se va refugiando cada vez más en amistades oscuras. Sara se enreda con un grupo de jóvenes que han sido amigos de adolescentes suicidas. La dinámica del grupo está marcada por el sufrimiento insondable provocado por la muerte de sus demás compañeros y por la incomprensión y la cada vez más distante brecha entre ellos y sus padres.
Sara se enamora de un chico del grupo, lo cual le da el apego necesario para envolverse hasta el tuétano con las emociones y las prácticas tóxicas de sus amigos. La película va mostrando cómo se cimentan las pasiones y los afectos entre ellos de manera tan profunda y sólida que ni siquiera la proximidad del absurdo y la muerte parecen tener el poder de separarlos.
El filme es una reflexión cruda pero real de lo difícil que es sustraerse del contexto en el cual vivimos. Es una advertencia de lo complicado que resulta, sobre todo en la adolescencia, resistirse a ejercer conductas autodestructivas, sobre todo si son compartidas y hacen sentir al adolescente pertenencia a un grupo de iguales.
Bridgend también dibuja, desde la crudeza, ese abismo que separa el mundo de los adultos de la comunión escrita, a veces con sangre, de los adolescentes. El río intempestivo que cruza el pueblo se transforma en esa brecha que divide la prudencia del adulto, el abismo entre las reglas de la casa familiar y el bosque orgiástico en el cual los adolescentes dan rienda suelta a su naturaleza juvenil, al estallamiento de la voluptuosidad, de pasiones que exigen primero la fidelidad mutua y después dominar los actos vandálicos con los cuales expresan su furia.
Una violencia que también tiene su causa en el sentimiento de los adolescentes ante la incomprensión de sus padres, ante la falta de pertenencia a —o identidad con— una estructura familiar y social sana. La furia desatada es por el desarraigo, la inestabilidad y la disfuncionalidad de sus relaciones parentales.
Intentan construir su identidad desde una lógica propia, desde una fraternidad caracterizada por lealtades peligrosas y conductas autolíticas, en la cual los adolescentes se habrán de comprometer —con tal de pertenecer al grupo—, hasta sus últimas consecuencias, incluso si en ello se va la propia vida. La pandemia de suicidios no para y los adolescentes siguen expuestos a su contagio; algunos se obsesionan con seguir en el más allá a quien han perdido.
En una especie de fantasía póstuma, parece que prefieren morir colgados en Bridgend que perder o dejar de pertenecer al grupo para siempre, porque es ley no escrita «el no dejar el pueblo». Todo esto se narra en Bridgend, película del documentalista danés Jeppe Rønde, un largometraje inspirado por la incomprensible epidemia de suicidios adolescentes —alrededor de 79 entre 2007 y 2012— cometidos en la provincia de Gales.
Bridgend dibuja, desde la crudeza, ese abismo que separa el mundo de los adultos de la comunión escrita, a veces con sangre, de los adolescentes
Detectar y prevenir el suicidio

Morir antes del suicidio, de Francisco Villar Cabeza (Herder).
La película de Rønde comparte el desconcierto que causa el gran número de suicidios ocurridos en Bridgend, al mismo tiempo que confirma sutilmente que dicha práctica no está exenta de volverse también una conducta que en algún sentido se contagia. Sobre este asunto escribió recientemente el psiquiatra Francisco Villar en Morir antes del suicidio (Herder Editorial, 2022). Este libro trata, desde una visión interdisciplinaria, los motivos que pueden llevar a un adolescente a tomar una decisión suicida. Villar considera el problema tanto desde el nivel médico como desde la realidad psicosocial que configura a todo individuo, al mismo tiempo que no olvida dedicar la segunda parte del libro a sugerir estrategias y reflexiones para su prevención. Villar reconoce que el «contagio de la conducta suicida es una realidad que resulta ampliada en la adolescencia». Dicho fenómeno puede ser inconscientemente alimentado por variados productos culturales como el cine, el teatro, la literatura, la televisión, internet o la prensa. Sin embargo, este «efecto contagio o conducta imitativa» también puede ser subvertida de manera positiva por estos mismos medios que pueden «tanto incrementar el riesgo de suicidio como de reducirlo».El reto sería, entonces, usar dichos medios a nuestro favor como una estrategia de contención del suicidio, «recuperar los escenarios esenciales para la prevención universal del suicidio en la infancia y la adolescencia: el colegio y los medios de comunicación y de difusión de la cultura».
Las conductas suicidas en la adolescencia son multifactoriales, pero existen, según Villar, factores de riesgo que pueden incrementar el riesgo de conductas suicidas. La fantasía suicida comienza a aparecer cuando el individuo se siente impotente para poder administrar el sufrimiento emocional y la desesperanza, dicho malestar si va acompañado de una crisis de identidad, de la sensación de inconexión con los demás, y la carencia de vínculos sociales, aumenta la posibilidad de suicidio. Escribe nuestro autor:
«Dos elementos son fundamentales en este concepto, la soledad, es decir, carecer de una relación satisfactoria y no sentirse conectado con otras personas, y la falta de cuidado recíproco es decir, la sensación de no ser necesario para nadie y de no tener a nadie a quien recurrir en caso de necesidad».
A la sensación de pertenencia frustrada y de carencia de vínculos profundos con los demás y la soledad, se unen dos elementos más que podrían acelerar la decisión suicida: «el desprecio por uno mismo y sentirse una carga para las personas importantes». El adolescente que sufre de manera insondable puede verse inmerso en el abismo si a eso se añade su propia creencia de no ser importante para nadie y que su muerte dará serenidad a quienes le rodean, ya que así los liberará del peso y el dolor que sus conflictos provocan en sus más cercanos.
Pero cómo es posible, se pregunta Villar, que un adolescente en sus ansías de «evitar un sufrimiento propio, un sufrimiento que, en muchos casos, es transitorio y con margen de mejora, sacrifique toda su oportunidad futura. ¿Cómo puede, ante una situación así, cambiar voluntariamente ese sufrimiento transitorio por un sufrimiento que roza el infinito, un sufrimiento sin caducidad?».
El psiquiatra menciona que muchas de las consideraciones suicidas suelen venir de una percepción «egoísta». Esto parece tener lógica porque dicha comprensión egoísta sobre el propio malestar y los sesgos cognitivos de sentirse una carga para los demás tienen una relación directa con el sentimiento de desconexión con los otros, con el sentimiento de una pertenencia fallida. Esto lleva al adolescente al aislamiento y a la soledad y, por lo tanto, a solo tomar como verdaderas sus propias apreciaciones (a falta de no tener otras redes de confianza y vínculos profundos con quienes compartir su sufrimiento).
Si bien para prevenir el suicidio adolescente lo primero es conocer o aprender a identificar estas tres emociones fundamentales —«el dolor, la desesperanza, la vinculación con los demás»—, es importante tener en cuenta que el suicidio no solo tiene que ver con variables temperamentales y genéticas, sino también con variables aprendidas, como lo sería la habituación al dolor, la pérdida de miedo ante la muerte, la costumbre de prácticas autolíticas, así como tener el conocimiento técnico y de las herramientas materiales necesarias para cometer el suicidio.
Para el psiquiatra Francisco Villar, a la sensación de pertenencia frustrada y de carencia de vínculos profundos con los demás y la soledad, se unen dos elementos más que podrían acelerar la decisión suicida: «el desprecio por uno mismo y sentirse una carga para las personas importantes»
En este sentido, es necesario reconocer los elementos de riesgo que toda persona puede tomar desde el inicio hasta la trágica resolución suicida. Tener conciencia del proceso por el cual atraviesa un posible suicida marcará también «los objetivos concretos en que debería incidir toda intervención de prevención del suicidio: 1) reducir el dolor; 2) incrementar la esperanza; 3) mejorar la conexión o vinculación; y 4) reducir la capacidad de suicidio». Comprender detalladamente el tránsito que recorre un adolescente o un adulto con capacidad suicida dará mayor oportunidad de intervenir a tiempo y lograr así la prevención.
Sin embargo, dicha prevención es una labor que habrá de tomarse con seriedad no solo desde el ámbito particular de cada familia. Es necesario aliarse y recuperar todos «los escenarios esenciales para la prevención universal del suicidio en la infancia y la adolescencia: el colegio y los medios de comunicación y difusión de la cultura». Este mundo cultural que, además de materializarse en la realidad física, también abarca el poderoso escenario digital, ese que tiene que construir diques de contención de frente a las prácticas suicidas.
Esto es lo que Villar finalmente piensa como «la red en la red», que «significa crear una red en el mundo real y extenderla hasta el mundo virtual». Una red de apoyo y de conciencia, de conocimiento y escucha, que logre proteger a los adolescentes y vincularlos emocional, ocupacional y socialmente para que puedan construir «lazos relacionales» fuertes en todos los niveles de esa compleja red y, así, conseguir «aferrarlos a la vida, algo incompatible con el deseo de acabar con ella».
Villar reconoce que el «contagio de la conducta suicida es una realidad que resulta ampliada en la adolescencia»
Apuntes para un futuro comunitario
Por otro lado, quizá la labor de la filosofía sea recuperar tanto el sentido de la vida como el sentido auténtico de la comunidad. Gran parte del pensamiento occidental ha intentado responder por qué la vida merece la pena ser vivida, buscar el significado que nos habrá de aferrar a la existencia, y esto es también una batalla contra el suicidio. Camus creía que el suicidio es una consecuencia de una gran decepción existencial, una que muchas personas no tienen la capacidad de sortear.
Una de las causas que mencionamos del suicidio era la sensación de vacío, una fuerte resaca que hace sentir al individuo que seguir viviendo es absurdo. Este absurdo contemporáneo está sostenido en una desvinculación con los demás, en la atomización y la exacerbación de lo individual. Esta tríada nos vuelve indolentes ante el sufrimiento ajeno, nos hace perder la capacidad de auxiliar o de siquiera darnos cuenta de las llamadas de auxilio de nuestros semejantes.
En esta sociedad, como escribe Byung-Chul Han, «no se forma ninguna comunidad en sentido enfático» porque surgen solamente acumulaciones o pluralidades casuales de individuos aislados para sí. Pluralidades de egos que persiguen intereses mediáticos comunes o que se agrupan en torno a una utilidad. En este panorama, la pérdida de sentido se acelera.
Esta es también la responsabilidad actual de la filosofía: la de salvar, como sugería Jean-Luc Nancy, el sentido auténtico de la comunidad. Un sentido que está representado por una comunicación más originaria, por el amor y por la escucha desinteresada del otro, que es al mismo tiempo parte de mí mismo. En la práctica, esta comunidad originaria cuidará del otro más allá de sus creencias, condición social o racial. Se volverá una comunidad de individuos que salvaguarda la dignidad y la vida de quienes caminan junto a ellos. Porque si un individuo decide suicidarse —en esta idea de comunidad originaria—, todos seremos cómplices de dicha muerte, ya que todos formamos parte de la misma madera.
El suicidio, como escribe Villar, «es una tragedia de entre todas las conductas humanas, una de las menos comprensibles», pero no por ello, de las menos prevenibles. Prestarle nuestros oídos al otro es parte de nuestra responsabilidad humana.
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