Lo viral y lo virtual
Lo Viral y lo Virtual

La cuestión de lo viral ya no pertenece solo a la biología (ella también ha logrado liberarse). La virulencia (la nueva, la digital) crece en la biosfera de la información, propia de los medios y de sus circuitos. Las cosas se «vuelven virales» en las redes para luego desaparecer. Internet es el ecosistema perfecto para lo viral: su naturaleza es liviana, impalpable y viciosa. Nuestras pantallas son como microscopios de esa viralidad, pero también otra forma de la reproducibilidad técnica de la información. La propagación (o el compartir) es el crecimiento de los agentes infecciosos dentro de las células vitales, pero una propagación insensata o desordenada, clásica de la conectividad de las redes sociales. La viralidad (o el fósil de la comunicación) se volvió la forma en que la información se trasmite a través de nuestra civilización. Cada vez más, lo social parece volverse sinónimo de lo viral. A lo mejor, éste era el destino de una sociedad tan positiva que incluso ha transformado la viralización virtual en sinónimo de expansión cultural o, más aun, en su función vital. Todos nos volvemos células huéspedes, todos nos entregamos a la endocitosis virtual, autorreplicando la información hacia el infinito, propagando el virus por doquier.
La naturaleza hipertextual de lo virtual es el origen del desorden. Como en la Postmodernidad, no hay ni narración, ni principio ni fin y, muchas veces, ni siquiera finalidad (por lo que sus efectos son impredecibles). La informacion viaja por los circuitos híbridos y se replica por doquier (con hashtags, likes, compartidos, reposts), haciendo creer a esos humanos que aun hablan; una liturgia virtual que hizo confundir la conectividad con la comunicación o con el pensamiento. De algún modo, se cristalizó el mito de la conectividad: todos nos sentimos más conectados unos a otros, pero estamos, simultáneamente, más desconectados de la realidad. Sumergidos en nuestras pantallas nos volvimos inmunodeficientes intelectuales y perceptuales. Perdimos el contacto con la realidad y, como consecuencia, con la totalidad. Sólo en el momento en el que comenzamos a entender todo hecho global no como un accidente, sino como parte de una estructura compleja es cuando empezamos a distinguir un relato (que permuta la Historia Humana por la Agenda Global). Y así, pareciera que líneas se dibujan y se unen lentamente, dejando ver un plan en todas las áreas de la vida, esbozando la cartografía de una realidad unidimensional.
En la biosfera virtual, incluso el pensamiento y sus anticuerpos (el juicio) se ven amenazados por la viralidad. La sobrecomunicación y la sobreinformación destruyen nuestras defensas (especialmente la capacidad crítica). Ante el exceso de medios, de estímulos, de acontecimientos y de datos, la facultad de la razón queda totalmente atrofiada por la imposibilidad de distinción entre información y conocimiento, moldeando un razonamiento unidimensional frente a la multiplicidad de los estímulos. Así, con la parálisis del pensamiento (o la pérdida de la inmunidad), estamos condenados a la estupefacción total. Si antes el pensamiento era el camino hacia la libertad (Spinoza), la viralidad digital es la liberación del pensamiento, y, por lo tanto, su desaparición. En el Siglo de las Luces (no de la Electrónica) la facultad humana de la razón también se conocía como «lumen naturale», que significa «luz natural», hoy, en la Era de la Información, el LED de las computadoras reemplaza la luz de la razón, donde parece, que por haber perdido el «cogito», terminamos perdiendo el «sum».
Nuestra iluminación no es como la de los yoguis o la de los ilustrados, nada tiene que ver con la luz interior o de la razón. La nuestra es el blanqueamiento por la luz electrónica de las pantallas, por ese blanco de quirófano que no es más que la puesta en escena de la transparencia. La electricidad, la técnica y la ideología nos atraviesan y dejan ver todo a trasluz, escaneo hipodérmico y total que desintegra todas las barreras a su paso. Todos somos hombres blancos, no por origen, sino por sobreexposición. Con el nuevo surveillance capitalism, la vitalidad diaria se vuelve un microscopio; perdimos la privacidad, el secreto, la unicidad, la vitalidad. Todo es ya informatizable, cuantificable, supervisable, todo tiene su versión digital y su clon virtual. La misma transparencia de los virus (y de la ideología) es el signo de su poder. Es su imperceptibilidad la que define su efecto, además de su naturaleza destructora. El virus es invisible hasta que muestra sus síntomas (tanto en el cuerpo o en el computador); en el momento en que somos testigo de su expansión, ya estamos en sus efectos. Así es la ideología, cada vez más discreta, cada vez más imperceptible, como un virus: no podemos verla, no podemos percibirla, pero está ahí, en ninguna parte y en todas partes.
El poder de lo invisible se hizo visible con el Coronavirus edición 2019. De forma súbita, el sistema inmunitario global se desvitalizó por un virus que se propagaba por doquier (dudo que por baja de glóbulos blancos). Como el destino de todas las cosas es caer en lo virtual, hubo un momento donde incluso el virus dejó de formar parte del mundo real (biológico) para ascender al orden de lo virtual (cibernético) y continuar su viralidad allí. Estetizado in vitro por la liturgia mediática, el virus pasó de ser offline a online; su nueva cepa era en realidad la de un transvirus, es decir, un virus transgénero, mutante y ya de por sí promiscuo (que mezcla el genoma de pangolines con murciélagos). Incluso su fuerza de contagio se volvió mayor en el mundo virtual, donde la infección es inevitable (por el televisor, por las redes, por los circuitos, por las alertas). No hace falta estar contagiado de verdad para padecer el virus. Es difícil saber si a lo que le tememos es al virus, o a la idea del virus, del que sólo vemos cifras, con todo su barroco estadístico, su cobertura mediática 24/7 en «tiempo real», su biografía (incluso, su premonición y su simulacro, con el Evento 201); todo esto, que no fue más que el sketch del virus más fotogénico de la historia, el melodrama mediático del simulacro de un virus, donde todos, sin saberlo, fuimos actores.
Y ahí estábamos, momificados en nuestros hogares, inmersos en desinfectantes y pánico, esperando a la vacuna (pre)fabricada. Tal vez, además de habernos sometido al aislamiento voluntario, deberíamos haber aislado los medios de comunicación masivos que (hasta hoy) nos infectan diariamente. La epidemia nunca fue sólo el Coronavirus. La confusión, el contagio, el proceso viral de la información ya estaban en todos los órdenes. La razón por la cual el efecto del Coronavirus fue tan radical es porque por un momento nos hizo recordar el mundo real, que tal vez tampoco era el mundo que habíamos dejado, pero era la materialización súbita del mundo al que nos dirigimos. Sólo fue cuestión de tiempo para que en todo el mundo los paisajes urbanos comenzaran a mimetizarse, reducidos a pura geometría arquitectónica, sincronizados en una vigilancia orquestada. Las ciudades parecían intactas, pasteurizadas, esterilizadas, sin rastro humano. Nos hicimos conscientes del vacío y de la distancia, encarnando de a poco nuestra propia desaparición. Como un recuerdo del futuro, allí estaba, justo frente a nuestros ojos: la primera imagen de un mundo sin humanos.
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