En primer lugar, pienso en mi padre, el emigrante. Luego, en mí. Siendo hija de inmigrantes alemanes nacida en Caracas, me involucré a profundidad en la vida venezolana, social, política y cultural, y viajé por casi todo el país.
Emigrar constituye un acto que, si bien se intenta por propia voluntad, roza con nociones como destierro, desarraigo y exilio – y sus abismos -. Pesan sobre él muchas condiciones. Partir hacia un mundo que no conocemos, esperanzados porque nos reciba bien, es empezar de nuevo. Dejar atrás lo que se sabía y se dominaba, los logros, los indispensables afectos, el entorno en el que habíamos buscado arraigarnos profundamente. Emigrar es duro cuando se advierte que quizá no se podrá retornar, o un regreso signifique no encontrar nada de lo que se dejó. Comporta esfuerzo psíquico y material, el manejo de pérdidas, incertidumbres, renuncias. Nos brinda conocernos mejor, y aprender de nuevo, moviéndonos en lo extraño. Moviliza potenciales enormes, bajo la amenaza de riesgos difícilmente calculables. Nunca sabes, hasta dónde te sigue el alma. Hasta que no la pongas a prueba. Desplazarse, cambiar de plaza; sumergirse y batallar en y con lo desconocido: tal vez el mayor desconocido seamos nosotros mismos, una y otra vez. De eso se trata.