I
Creció en un piso lleno de humedades,
averías constantes, manchas, plagas.
Su pobre estantería fue creciendo
—hay quienes no nacimos entre versos—.
Primero, con los libros que robaba
de bibliotecas públicas: “No puedes
sacar más ejemplares. Te han vetado”.
Después, solicitando poemarios
en su instituto, hurtando obras célebres
en grandes ferias antiguas del libro.
Con su mejor amigo recorría las calles
en busca de libritos desechados,
radiantes en los cubos de basura.
Algunas madrugadas encontraban
manuales que versaban sobre métrica.
Así empezó a jugar con el lenguaje.
II
Con dieciséis llegaron los trabajos
en grandes almacenes retirados
del amplio corazón de la ciudad.
Primeras incursiones laborales:
haciendo de canguro en barrios pijos,
Starbucks, La Sureña, Burger King.
Cuando cobraba, junto con su amigo,
compraba en librerías de la zona
buscando poemarios económicos.
Reconocía sus limitaciones:
antologías, libros tapa dura
que valiera la pena devorarlos.
No tenía dinero suficiente,
pero ya no robaba.
Sentía sus aromas desprenderse,
olor a libro nuevo. ¡Qué delicia!
Con veintidós recién cumplidos lleva
un tatuaje en el pecho:
On n’est pas sérieux, quand on a dix-sept ans.